martes, 25 de septiembre de 2007

PAYASO



...tu destino está en tus manos...

Es un viernes por la tarde. La multitud se arremolina en la entrada de la carpa principal y se apresura a encontrar un buen lugar. La música del circo resuena en la gigantesca carpa y se escucha claramente a pesar de los murmullos y risas de varios centenares de infantiles gargantas que sin ningún reparo expresan su sorpresa ante el más mínimo detalle en la pista central. Con esa sorpresa franca e inspiradora que sólo un niño puede tener, se escuchan por doquiera los: -¡mamá, papá, el trapecio!, ¡mira, el elefante!, ¡ah, las fieras!, ¡ja, ja, los payasos!- mientras con ojos bien abiertos, bien ilusionados, contemplan las quimeras y actos mágicos de la función del día de hoy. En el escenario ahora se presentan el grupo de payasos del circo, tres personajes socarrones con los rostros pintados de colores y en la mano un violín, con ocurrencias tan geniales que son capaces de hacer a los niños reír sin parar durante todo su acto, sacándole hilarantes alaridos a cada violín. Y a los tres payasos se les ve sonreír, pero en el fondo les parecía ridículo pintarse la nariz. Pensaban que lucía mucho más un salto mortal que sus suertes y desmanes, que desde el trapecio se recibe más atención y cariño que detrás de una nariz de goma. Los tres soñaban con ser equilibristas y oír sobre la pista una ovación, un grito de sorpresa, un suspiro de emoción contenida, en vez de tanto reír. El mayor de ellos, el más maduro y mesurado, también el menos arriesgado, se contentaba con recordar todos los lugares que había visitado y pensando en los planes que tenía para los próximos destinos del circo. El más joven de los tres, un corpulento extranjero, nada tímido ni moderado, por mucho el más atrevido y el que lideraba el grupo de payasos, pensaba en el circo sólo como en un escalón, un paso en su carrera, un lugar y una temporada para prepararse y después triunfar como artista circense, dominando varias acrobacias que le permitirían viajar y presentarse como figura en distintos espectáculos. Le seguía en edad el más callado de los tres y el que mejor tocaba el violín, un provinciano muy reservado, que nada tenía que ver con el personaje ya caracterizado de payaso que parecía disfrutar más el interactuar con la gente y con los niños durante su acto. Casi no se sabía nada de su vida antes del circo, y desde que se había unido al espectáculo ambulante, prácticamente no compartía mucho con nadie. De vez en cuando se le veía sonreír a una fotografía, unos dicen que de una mujer muy bella, otros dicen que de su pequeño. La verdad nadie la sabe con certeza. Lo cierto es que ninguno de los tres estaba a gusto totalmente con su profesión de payaso y los tres pretendían ser trapecistas, estrellas. Nunca supieron asumir su posición sin darse cuenta que hacían a tantos felices en su papel de cenicienta, sin notar que si un día faltasen, el circo no sería igual sin sus actos ni los cantos del violín. Un buen día, aprovechando que todos en el circo se dedican a sus actividades cotidianas por las mañanas y la carpa principal está vacía, el más joven de los tres por fin los anima a empezar a practicar en el trapecio. Es el más osado y los demás siempre le siguen, pero ésta ocasión, ya en las alturas, parado al borde de la plataforma del trapecio, el vértigo le sube a la garganta y con el pretexto de ayudar a los demás en su salto, ahora espera, ya no se lanza de primer lugar. El mayor, el menos arriesgado, con el pretexto de que es el que más suertes de trapecio ha presenciado, es el escogido para iniciar. Con cierto recelo se acerca al trapecio y se lanza. Uno, dos vaivenes del columpio en las alturas y el payaso siente algo muy extraño en su interior. No es vértigo, tampoco es temor, se siente peculiarmente bien. Como emoción. El payaso colgado del trapecio tiene en su rostro una estúpida sonrisa. Estúpida pero autentica, de verdad sonríe. Regresa a la plataforma y confundido, casi aturdido por esa sensación cede el trapecio al más joven, que otra vez, decide no lanzarse. El callado, a regañadientes toma el columpio y se lanza. También experimenta la misma emoción, también sonríe. Y tiene temor, pero se siente muy bien balanceándose en la altura. Prueba hacerlo con más fuerza, más rápido, con una sola mano. Es muy divertido. Regresa a la plataforma y ahora, sin más opción, el más joven se lanza. Apenas sintió nada cuando cayó. Ninguno aseguro la última red. El domador que regresaba fue el primero que acudió a atenderle. Por casi nada alcanzó a salvar la vida.
Un mes después, les decían que todo había terminado, que el circo había cerrado pues sin el grupo de payasos, ya no iban más los niños a la función.

Un año después, los tres payasos del grupo se reunen. El mayor, el menos arriesgado es ahora el equilibrista estelar en un importante espectáculo. Aparece en su acto con la cara pintada de colores y cuatro noches a la semana recibe sobre la pista una ovación, un grito de sorpresa, un suspiro de emoción contenida. Ahora sabe que desde el trapecio no se recibe más atención y cariño que detrás de una nariz de goma, y frecuentemente extraña tocar su violín para hacer a algún niño reír sin parar. Todavía se contenta con recordar todos los lugares que ha visitado y pensando en los planes que tiene para los próximos destinos de su espectáculo. Piensa que ha sido afortunado, que Dios fue bueno con él, que Dios le hizo así. El más joven vive retirado pegado día y noche a su silla de ruedas, algunas veces toca el violín y los niños le visitan, le hacen feliz. Cuando los ve llegar a lo lejos se pinta la nariz y cuando alguno se burla con desprecio, el contesta que sería un miserable si no cumpliese la misión que recibió. Piensa que ha sido afortunado, que Dios fue bueno con él, que Dios le hizo así. Esa tarde, el callado les propone tocar el violín para un grupo de niños que juegan despreocupados en la calle. Los pequeños con ojos bien abiertos, bien ilusionados, contemplan las ocurrencias tan geniales y ríen sin parar. Entre los pequeños está el hijo del payaso callado, quien parece disfrutar más el interactuar con los niños. Al terminar el acto, comparte su historia antes del circo con sus compañeros, como terminó de payaso como un escape de una pérdida y un dolor que alguna vez tuvo. Ahora se dedica a su familia, ahora piensa que ha sido afortunado, que Dios fue bueno con él, que Dios lo hizo así.

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