miércoles, 23 de enero de 2008

EL TIPO...


...nada es gratis. Todo tiene un precio...

Un amigo me contó de un tipo que lo tenía todo y lo perdió. El tipo había crecido en un barrio humilde y junto con su familia habían hecho un esfuerzo enorme para que el pudiese estudiar en la universidad. Eso le permitió crecer y después de un tiempo consiguió un empleo en donde avanzó rápidamente hasta llegar a ocupar un puesto muy alto en la empresa. Conoció a una chica preciosa y se casó con ella. El tipo tenía la mujer que cualquiera podría querer. El tipo tenía el trabajo que cualquiera podría querer. Ya sabes... la familia, el trabajo, la casa, el auto, la cuenta bancaria, los viajes, las comodidades que cualquiera podría querer. El tipo lo tenía todo. Pero un buen día al tipo se le cruza una idea en la cabeza: -Tengo una buena vida, la vida que cualquiera podría querer...pero, ¿es la vida que Yo quiero?- A partir de ese día el tipo perdió todo. La familia, el trabajo, la casa, el auto, la cuenta bancaria, los viajes, las comodidades...Todo. ¿Que si consiguió la vida que el quería? No lo sé, y aunque así fuera ¿crees que valió la pena? Yo hubiera conservado el auto...

martes, 22 de enero de 2008

PÉRDIDAS...



...los apegos buenos no son...
Yoda

Una tarde, un día cualquiera, en la casona de la calle oyamel se respiraba ese olor tan típico de las cosas añejas, ese aroma a polvo y edad, casi rancio, olor a viejo. La anciana se afanaba en mover de un lado a otro un casi infinito número de cachivaches varios. Juguetes de peluche, adornos, cuadros, zapatos y ropa muy fuera de moda, muebles viejos, una abultada lista de todo tipo de artículos que la anciana había logrado recolectar en el trascurso de su vida. Artículos todos que no habían sido usados una sola vez en la última década, no habían sido tocados o trasladados un milímetro desde hace ya lustros, pero como parte del acervo de recuerdos de la anciana, permanecían inamovibles, inalterados, perennes ocupando todos los rincones de la casona de la calle oyamel. La razón de la inusual actividad en la casona, esperaba paciente en la acera de la calle: un juego de sala, comedor y recámara nuevos que su nieto favorito había obsequiado a la anciana en su último cumpleaños. Muebles de estilo rústico con un toque de elegancia que significaron un enorme orgullo y gusto a la anciana, y una cascada de besos y elogios para el nieto. Un detalle tan fino como éste merecía un lugar de privilegio en la casona, y por eso la ardua labor de encontrar un lugar perfecto para los muebles nuevos. Pero lo arduo de esa labor no tenía comparación con lo difícil que era para la anciana decidir que retiraba de cada espacio en la casona. Cada cosa, cada objeto, cada articulo había llegado a sus manos, a su vida, en un momento especial para ella. Conservaba todas sus pertenencias como recordatorios materiales de los momentos y las personas que se cruzaron en su vida, como testigos y cómplices que le traían a la mente las emociones vividas al instante de pasar a su propiedad. Le recordaban sus días de juventud, de independencia. Le recordaban sus amores y amoríos. Le recordaban sus logros y aventuras. Le recordaban toda su vida. Y los recién llegados muebles representaban una alegría muy grande, pero ¿cómo deshacerse de sus otras alegrías?¿cómo desechar otros experiencias, otras vivencias? La simple idea de mover sus cosas para nada agradaba a la anciana, ya no digamos el tirar, vender o regalar alguna de sus pertenencias. Por supuesto que le agradaban los muebles nuevos, pero no quería lucirlos, disfrutarlos pagando el precio de perder alguno de sus tan valorados artículos viejos. Ante la disyuntiva la anciana recurrió, igual que otras tantas veces, a su estrategia de buscar acomodar sus nuevas pertenencias, entendiendo por acomodar, seguir amontonando y conservando cachivaches. Así, al terminar la tarde, cuando la nube de polvo se despejó de la casona, los muebles nuevos se encontraban apilados junto a un montón de ropa y revistas viejas en la sala de la casona, listos para pasar los siguientes años sin ser usados, aprovechados, disfrutados, pareciendo a los ojos de todos, exceptuando a la anciana, nada más que simples estorbos.

jueves, 3 de enero de 2008

CARETA



...y no quiero que el mundo me vea
porque no creo que entenderán,
cuando todo está hecho para ser destruido
sólo quiero que sepas quién soy...

Es una típica noche triste y gris en una ciudad oscura en una época oscura. Los vientos invernales de pronto y sin aviso azotan con un frío que pocos recuerdan haber experimentado, un frío inclemente, un frío doliente. Las calles desiertas, abandonadas porque todos buscan con desesperación un ambiente menos helado en lo cubierto, parecen resentir también el ambiente gélido y se presentan más oscuras y tristes de lo usual. No hay bullicio en la zona comercial, no hay tumulto en los teatros y cines, solo una fría soledad vigilada por un cielo y una luna igual de fríos. En una esquina oculta a la luz, un hombre se frota las manos para alejar el frío mientras forcejea con una máscara que le protege el rostro de la intemperie. Al portar la máscara el tipo esconde su persona y eso lo hace sentir poder. Esconde su rostro porque siente pena y vergüenza. También porque siente rabia y descontento. No le es apreciado todo lo que tiene y significa su rostro y por eso lo oculta. Y así, despersonalizado de sí mismo se siente poderoso, sin pena ni vergüenza. Bajo su careta su rabia y descontento no tienen freno y con ese poder, el tipo actúa. Se dirige al aparador de una tienda y rompe el vidrio mientras su grito furioso sobresalta al frío de la noche. Encubierto en su máscara el tipo olvida su pasado y presente y amenaza al vigilante de la tienda y a la joven dependiente. La sorpresa y el temor en sus rostros alimenta a la máscara, le da más poder y el tipo reacciona con violencia, la amenaza se vuelve ahora ataque. El objetivo inicial, robar la tienda, queda ahora relegado por este deseo de más poder, de sentirse controlador de algo, de crear más miedo y la violencia se presenta como una muy buena herramienta. El tipo está descontrolado.
Toda la escena es presenciada desde lo alto por otro personaje que, igual que todos, sufre los estragos de la noche oscura y fría, también frota sus manos pero el frío no las abandona...y también usa una máscara. La usa porque algo en su persona le atormenta. También porque siente rabia y descontento. Siente aprecio por lo que tiene y significa su rostro, por eso lo cuida, por eso lo mantiene en secreto de otros. Despersonalizado de sí mismo puede hacer más, es más poderoso. Bajo el disfraz, su tormento es redimido y su rabia y descontento son dirigidos, se vuelven ahora algo positivo, y así el enmascarado actúa, se olvida de su futuro y se lanza hacia la tienda.
El ladrón avanza sobre la chica cuando el enmascarado entra en la tienda y su grito furioso sobresalta a todos, hasta a la fría noche. El miedo en el rostro del ladrón, oculto por su máscara, no puede alimentar nada en su contraparte enmascarada. Ni su tormento, ni su redención, ni su deseo de no tener ningún poder son afectados por el miedo del ladrón. No hay tampoco una idea de sacrificio, de hacer el bien en la mente tras la máscara. No es tampoco venganza, es quizá una idea de que todo en este mundo está podrido y harto ya de tanta podredumbre, alguien tiene que empezar a limpiar el cuchitril. Aun tras la máscara es posible ver un rostro muy molesto, que sin dudar teje una idea. El fuego se combate con fuego. El enmascarado avanza sobre el ladrón mientras la máscara le recuerda que sabe utilizar muy bien una herramienta... la violencia. El atacante original es ahora amenazado, ya perdió su poder, y su rabia y descontento fueron tragados por un miedo atroz. Aun tiene su máscara pero ya de poco o nada le sirve. Un grito feroz. Un grito de pavor. Los dos gritos se pierden en la noche. El juego de máscaras y disfraces cambia muy poco la ciudad triste y gris en esta noche fría.